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 ¿Qué tan peligroso puede ser jugar en un lugar abandonado? ¿Qué tan peligroso puede ser una exploración de un chalet palaciego abandonado en medio de la nada? ¿Qué más se puede hacer en un lugar donde no hay tecnología, juguetes? ¿Qué se puede hacer cuando todos al rededor son adultos? Estela era una niña que había ido a visitar a su abuela en verano, pero sólo tenía revistas viejas que hablaban de los chismes de la socialicé europea.

Estela se entretenía con lo que podía, por las mañanas ayudaba a su abuela con labores de la casa, y a elaborar la comida para las dos. Por las tardes, después de limpiar la cocina y dejar todo perfectamente recogido y acomodado, su abuela Amelia tomaba una siesta en el sillón de la sala. Estela, la acompañaba un rato, dibujando o leyendo una de las revistas viejas. 

Después de una semana realizando esa monótona rutina, decidió salir a caminar. Sabía que no podía alejarse mucho, sabía que tenía que regresar antes del anochecer. Camino por un pequeño camino lleno de maleza, parecía un camino abandonado que llevaba a una casona vieja de campo. Ella lo veía como un gran castillo. Su imaginación lo pinto de colores y restauró los daños estructurales que se veían desde lo que fue el jardín frontal de la casa, que tenía una pequeña rotonda con una fuente destruida, que alguna vez recibió a los visitantes y habitantes de la casa.

Decidió entrar, explorar y explorar. Alguien de mayor edad, hubiera puesto resistencia, pensando en los peligros y en los habitantes fantasmagóricos que se pudiera encontrar. Sin embargo, Estela esperaba encontrar algo, lo que fuera que hiciera su estancia en el campo más llevadera. Sin miedo a nada, ansiosa por lograr algún descubrimiento.

Entró por una ventana de la planta de abajo, no le importó llenarse de polvo, quitar telarañas. Estaba en el gran salón. Aún se podía ver el color original del techo, y las ornamentaciones hechas de pasta y algunos detalles pintados a mano. Las paredes estaban sucias, y algunas se veía deterioradas por filtraciones de agua, humedad e hinchadas. Hizo una reverencia, saludado a los asistentes imaginarios de su aventuras. 

– ¡Buenas tardes, princesa Margarita! –saludó con solemnidad al aire– un placer acompañarla esta tarde. Su palacio es digno de usted.

Después de imaginarse en una fiesta elegante, siguió recorriendo la casa. Pasó de habitación en habitación, de manera rápida, le quedaba poco tiempo. Sólo alcanzo a explorar rápidamente la planta inferior, le quedaron pendientes los pisos superiores y los edificios aledaños. Salió rápido por la ventana que entró y corrió a la casa de su abuela.

Aquella noche, Estela planeo su exploración a detalle. El día siguiente volvería, ya con un plan de exploración a fondo. Batalló en conciliar el sueño, la emoción por lo que pudiera pasar al día siguiente no la dejaba dormir. Imaginó, muchos panoramas, muchas aventuras. Sería una tarde excepcional.

Entró al chalet, subió a la planta de arriba, con mucho cuidado, las escaleras estaban muy frágiles y deterioradas. Entro a las habitaciones, una por una, algunas aún conservaban algunos muebles abandonados, destruidos, llenos de polvo, ramas de árboles que habían reclamado su lugar. Encontró un cuarto especial con una gran vista a la entrada principal de la casa. Decidió que ese lugar sería su cuartel de fechorías, donde se iría a pintar, a jugar y imaginar.

Después de admirar y soñar despierta un rato, se dio cuenta que ya estaba anocheciendo. Bajó las escaleras con rapidez y sin mucho cuidado. Su pie derecho pisó un escalón débil lo que provocó que parte de la escalera de destruyera y ella cayera al piso en seco. El golpe fue fuerte y brusco, la dejó inconsciente un tiempo. Cuando despertó todo era penumbra, sentía un dolor insoportable del brazo izquierdo, no lo podía mover. Como pudo se levantó del suelo, se sacudió el polvo. Cojeando, adolorida, polvorienta volvía a casa de su abuela. 

Su abuela estaba en el pórtico de la casa.

– ¡Estela! ¿Dónde estabas niña? –le gritó su abuela desde lejos– Me teníamos muy preocupada. –desde lejos la anciana se percató que algo no andaba bien con Estela, así que corrió a su encuentro– Niña ¿qué te paso? ¿qué tienes?

Estela no pudo hablar, el dolor no la dejaba. Amelia se dio cuenta que Estela necesitaba un doctor. La abrazó con cariño, le dio un beso en la frente y caminaron hacia el pequeño auto compacto de la abuela para dirigirse al medico del pueblo. 

En el camino Estela seguía sollozando, preguntándose hacia sus adentros si había sido una buena idea explorar más.

El médico tuvo que inmovilizar su brazo. Presentaba una pequeña fractura. A parte de curar el brazo, limpió algunas heridas de las piernas.

Los siguientes días Estela triste, se quedaba viendo por la ventana el paisaje, que hora lo veía sin color.

Una tarde, su abuela dejó sola a Estela, confió en que después de aquella fatídica tarde, ya no le iban a quedar ganas de explorar, ni de andar corriendo por ahí. Aquella tarde Estela se llenó de valor otra vez y regresó a la casa. Subió las escaleras. Pasó la tarde ahí, pero no imaginó nada, no dijo nada, no saludó a nadie, no bailó, sólo observó por la ventana. Vio a un niño, como de su edad, aventando piedras a la propiedad.

Bajó la escaleras con mucho cuidado, pero cuando llegó a la planta baja y salió por la ventana, ya no había nadie.

Estela volvió cada tarde, pero esta vez no subió a la planta alta, esperando encontrarse con aquel niño. Tres días después de esperar por aquel niño, se dio por vencida. 

Después de una semana de haber visto al niño, Estela lo volvió a ver. El niño traía una resoltera en la mano, daba vueltas al rededor de la fuente buscando piedras para seguir el tiroteo a la fachada del edificio abandonado. 

– ¡Hey! –gritó Estela, con el fin de que él supiera que ella estaba ahí y que no fuera a aventarle una piedra, ya suficiente tenía con el brazo quebrado– ¿qué haces?

El niño se asustó, pegó un pequeño brinco.

– ¿Quién eres tú? –desconfiado le preguntó a Estela.

– Me llamo Estela –levantando la cabeza de manera altanera, como si estuviera defendiendo su territorio, como si defendiera su castillo– y este es mi... –iba a decir castillo, pero se dio cuenta que sonaba muy estúpido decirse dueña de algo que no era de ella y que había encontrado por casualidad– aquí juego, aquí paso el tiempo ¿te atreves a conocer el castillo por dentro o te da miedo?

– ¡No me da miedo! –contestó el niño–, es más yo entraré primero que tú.

– No sabes por dónde entrar –le dijo Estela con algo de orgullo, pero continuo amable– te puedo decir por dónde entre yo. ¡Ven sígueme!

Estela corrió hasta la ventana y entró por ella, como siempre y el niño la siguió.

El niño admiró el espacio, tal y como Estela lo hizo el primer día.

– Es graaaaande –comentó el niño–. Me llamo Andrés –dirigió su mirada a las extensas escaleras, algo destruidas desde el accidente de Estela– ¿qué hay arriba? ¿ya subiste?

Estela asintió, y le indicó el camino para subir. Esta vez, Estela fue mucho más cautelosa y cuidadosa.

– Fíjate por donde pisas –le indicó Estela a Andrés.

Estela lo siguió guiando por la segunda planta del edificio, hasta que llegaron al cuarto, donde ella solía pasar el tiempo. Estela había dejado algún material para dibujar y pintar, y algunas revistas viejas de su abuela que releía y releía. En su mochila traía una manzana y dos jugos de frutas, le ofreció uno a Andrés. Ambos disfrutaron la tarde, sin decir mucho. Estela dibujaba y Andrés parecía que también.

– Está empezando a obscurecer, – dijo Estela– debo volver a casa, mi abuela se va a volver a enojar conmigo... –mientras, recogía apresuradamente la basura y las revistas– ¿te quedas o te vas?

– Sí, vámonos –contesto Andrés.

Estela volvió a indicarle a Andrés que bajara con cuidado. 

Frente a la fuente se despidieron, cada quién agarró su camino.

– ¿Todos los días vienes? –preguntó Andrés– ¿mañana vendrás?

– Sí ¿quieres hacer algo en especial? –Estela volteo a ver la casona abandonada– Aún me falta explorar el último piso y buscar las escaleras de servicio ¿tienes linterna o alguna manera de aluzar?

– Mañana me traigo una linterna.

Estela asintió y tomo rapidamente el camino a casa de su abuela. En el camino, la emoción la invadía, estaba emocionada de tener un amigo, un amigo de verdad.

Al día siguiente, se encontraron otra vez, Andrés y Estela. Subieron, exploraron, encontraron objetos que decidieron no tomar, pero Estela les tomó fotos. Su padre le había regalado una cámara instantánea que no había usado hasta ese momento. Los objetos que más les llamaron la atención fueron los retratados.

Otra vez, a medio atardecer se despidieron y se citaron para la siguiente tarde.

Así pasaron las tardes de verano. No hablaban entre ellos, porque no había nada que decir, eran simples exploradores de tesoros. Una tarde fue diferente, Estela llegó temprano y se instaló en el cuarto, saco sus lápices de colores, plumones y empezó a hacer garabatos. Media hora después llegó Andrés y algo no estaba bien. Se notaba irritado, inquieto, su cabeza estaba a punto de estallar, pero no dijo nada más que un insípido "hola".

– ¿Podemos ir a la cocina? –sugirió Andrés, seguía inquieto.

Estela asintió y ambos bajaron a la planta de inferior. Estela se preguntaba por qué Andrés quería ir a la cocina.

Estela se quedó en una esquina de la habitación, mientras que Andrés buscaba algo. Abrió todas las puertas de los gabinetes de la cocina y después de unos segundos hurgando, encontró lo que quería: una cacerola, la cual puso sobre la barra, y continuó hurgando, pero esta vez los cajones, hasta que encontró una cuchara.

– ¡Vamos! Volvamos arriba –su mente estaba enfocada a un plan desconocido y no quería dar explicaciones, sólo quería llevarlo a cabo, costara lo que costara.

De vuelta en la habitación, Estala volvió a sentarse en el suelo donde tenía ya sus lápices de colores y plumones para dibujar y pintar. Andrés se sentó en medio de la habitación y empezó a golpear la cacerola con la cuchara, tratando de encontrar una melodía, pero la cacerola era insuficiente, y empezó a usar sus pies para hacer ruido, ruido armónico que combinara con el ruido de la cacerola. Rudo, crudos, sonidos que combinados hicieron una melodía. Estela con sus lápices de colores empezó a hacer sonidos para acompañar la melodía de Andrés. 

Andrés dirigía a Estela, con la mirada llevaban una conversación de sonidos y sonreían. El rostro de Andrés era otro, de pronto se veía mucho más relajado, dejándose llevar por los sonidos y en ese momento, paro. Le pidió una hoja y un lápiz a Estela, necesitaba apuntar algo.

Estela lo veía como no dejaba de escribir. 

Andrés escribió:

En un cohete quiero salir,

Explorar lugares que nunca he visto, sin gravedad,

Camuflajearme en el universo,

Perderme entre nebulosas y estrellas de colores.

– Quiero salir en un cohete, perderme en el espacio, descubrir cosas nuevas, ver colores de otro mundo –dijo Andrés, mientras veía fijamente a Estela– , quiero volar entre asteroides, la luna es demasiado cerca, el sol es demasiado caliente…

– Quieres camuflajearte y perderte entre estrellas, cometas, nebulosas… –agregó Estela.

– Quiero camuflajearme, quiero pintarme de universo… –complementó Andrés, mientras le sonreía a Estela, por seguirle el juego de palabras, se quedaron viendo fijamente sin decir palabra alguna por unos minutos, en completo silencio.

– ¿Quieres firmarme mi yeso? –dijo Estela, llevaba días queriéndole pedir ese favor a Andrés, pero nunca encontraba el momento perfecto. No era buena para hacer amigos, y a pesar de que no se decían nada, sólo se hacían compañía en sus aventuras. Firmar el yeso, era guardar un recuerdo en un objeto.

– ¡Pásame un plumón! –Estela le aventó un plumón permanente de color morado obscuro– ¿qué quieres qué ponga?

– Lo que quieras… –contestó Estela, esperando que fuera algo significativo con lo que pudiera recordar en un futuro, sabía que después del verano no lo volvería a ver.

Andrés pensó por unos minutos y escribió (con su mejor letra): “Camuflajearnos en el universo. / Andrés V, 1991”.

– ¡Listo! Es hora de irnos, ya es tarde –dijo Andrés al terminar de escribir.

Recogieron todo y tomaron su camino.

Estela no dejaba de ver el yeso de su brazo.

Cuando llegó a casa, su mamá y su abuela la esperaban. El verano había terminado y al día siguiente volvería a casa. No había tiempo para despedirse de Andrés, no había tiempo para recoger las polaroids que se quedaron pegadas en la pared, donde habían creado su galería de objetos preciosos, lo único que le quedaba era el yeso de su brazo.

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